Viviana, mamá de Matías

La maternidad me llegó como una caja llena de sorpresas desde el primer día.

Pasó apenas una semana desde que me di cuenta de que estaba embarazada hasta que me vi en un consultorio médico con un hematoma que me ocasionaba sangrados, una amenaza de aborto espontáneo y la noticia de que estaba esperando gemelos.

Y desde ese momento mi embarazo fue catalogado de alto riesgo y, por primera vez, escuché la palabra PREMATURIDAD por tratarse de una gestación múltiple.


Las citas de control prenatal se hicieron más frecuentes y sentí que volví a tener un poco de tranquilidad culminando el primer trimestre. Pero con un sangrado y contracciones activas, me hospitalizaron a las 28 semanas de gestación con el objetivo de tener un monitoreo fetal más riguroso, tratar de disminuir las contracciones con sulfato de magnesio y aprovechar para también aplicar los esteroides para la maduración de pulmones en caso de un parto prematuro.

No hubo tiempo suficiente para lograr las dosis de esteroides y esa misma noche me pasaron a una cesárea de emergencia.

Mientras me preparaban en sala de partos, me advirtieron que era muy pequeño para llorar al nacer y que mejor no esperara eso, que sería un bebé muy frágil y que debía ser intubado y trasladado a la UCI Neonatal inmediatamente.

Pero Matías llegó a este mundo tomando un gran suspiro y llorando fuerte para mostrar desde ese momento su espíritu de lucha y lo guerrero que era. No pude verlo al nacer, pero lo escuché fuerte y fue el llanto más esperanzador que pude oír en aquel preciso momento. Lo conocí al día siguiente cuando por fin pude caminar y crucé las puertas del Servicio de Neonatología para poder luego pasar a la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales y encontrar a mi bebé de apenas 1000g conectado a diferentes cables, mangueras y equipos. Casi desmayo del impacto de verlo esa primera vez y una enfermera tuvo que sentarme porque mis piernas parecían no aguantarme en pie.

Era como vivir una pesadilla, verme en ese lugar que no tenía la más mínima idea que existía, donde las alarmas sonaban, las cajas de cristal se alineaban y los bebés luchaban por sobrevivir. Era como dar un paso en una dimensión desconocida y sentirte alienígena en ese lugar. Pero lo más difícil fue llegar a casa con el corazón destrozado, el vientre cosido, los pechos cargados y los brazos vacíos. Había fallecido uno de mis gemelos y el otro estaba en un coma inducido con una septicemia y su pronóstico era reservado. ¿Cómo era posible tener que separarme de mi bebé y dejarlo a cargo de extraños? Eran profesionales expertos en manejo de neonatos, pero al fin y al cabo, extraños.

El mundo se paraliza en ese momento y se entra en “modo adrenalina” para encontrar fuerza física, mental y emocional para ir diariamente al hospital y sobrevivir la montaña rusa que es la prematuridad y su estancia hospitalaria.

Después de 8 largas semanas en las que pasó una hemorragia interventricular, varias transfusiones de sangre, un sin número de ultrasonidos de cerebro, TACs, interconsulta con neurocirugía, y por poco una traqueotomía y una cirugía cardiaca; volví a nacer cuando por fin salí del hospital por la puerta principal con mi hijo en brazos.

Ya me había tocado salir por la morgue con el cuerpo de mi otro bebé semanas atrás. La alegría en ese añorado momento solamente era opacada por el gran miedo que me daba estar a cargo de un bebé tan frágil sin ningún médico enfermera cerca en caso de una emergencia ningún aparato que sonara una alarma en caso de que algo ocurriera.

Una etapa de la prematuridad terminaba con el egreso hospitalario, pero otra iniciaba en casa con cuidados especiales, muchas citas médicas de control, la meta de enseñarle a deglutir para que dejara la sonda de alimentación (la cual tuve que aprender a cambiar sola porque se la sacaba y debía pasarle mi leche). Y así iniciar el camino del neurodesarrollo infantil en un prematuro extremo con secuelas neurológicas.

Fui mamá en duelo, fui mamá primeriza con un bebé prematuro extremo, me tocó hacer las veces de enfermera, de farmacéutica, de terapeuta, de neurodesarrollista, de maestra y aprendí el valor de la resiliencia gracias a la Fe y el ejemplo de lucha y ganas de vivir de Matías.

Hoy, 10 años después, puedo entender el valor de un suspiro, de una hora, de la vida. Colecciono aprendizajes de pruebas superadas, reconozco que hace falta mucho más camino por recorrer, comprendo que se puede encontrar una misión en cada crisis y que se aprende a cargar baterías emocionales en los pequeños grandes momentos.

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